Descoserse
en las filigranas del hombre mudo
que habita el habitáculo rojo cada noctámbulo segundo,
despojándose de sus bienes
para escribir micro-relatos
sin voz ni pestañas,
permitiendo que le desintegre la soledad sonora
se le inmiscuya en las vértebras,
le acaricie la espina dorsal
y le sonría entre escalofríos.
Remiendos, punzadas y zurcidos
que fluyen como el agua helada
en la camino de la piel de un transeúnte cualquiera,
que se pasea sin trayecto, sin lamento,
sin nada que decir.
Mientras, el aire corta las miradas,
las desmiembra y las posa en el suelo con descaro,
simulando una podredumbre anunciada.
Y los intolerantes a la lactosa vagan sin rumbo,
en busca de la mercería perdida,
del dedal autoinducido
y del despertar del ensueño comunitario.
Es la bruja del páramo quien tiene las claves,
están posadas en alguna hoja de algún libro
de alguna de sus mazmorras transformistas,
donde cada tejido imaginado se torna en la piel no mudada
el día siguiente a la muerte de la carne.
en las filigranas del hombre mudo
que habita el habitáculo rojo cada noctámbulo segundo,
despojándose de sus bienes
para escribir micro-relatos
sin voz ni pestañas,
permitiendo que le desintegre la soledad sonora
se le inmiscuya en las vértebras,
le acaricie la espina dorsal
y le sonría entre escalofríos.
Remiendos, punzadas y zurcidos
que fluyen como el agua helada
en la camino de la piel de un transeúnte cualquiera,
que se pasea sin trayecto, sin lamento,
sin nada que decir.
Mientras, el aire corta las miradas,
las desmiembra y las posa en el suelo con descaro,
simulando una podredumbre anunciada.
Y los intolerantes a la lactosa vagan sin rumbo,
en busca de la mercería perdida,
del dedal autoinducido
y del despertar del ensueño comunitario.
Es la bruja del páramo quien tiene las claves,
están posadas en alguna hoja de algún libro
de alguna de sus mazmorras transformistas,
donde cada tejido imaginado se torna en la piel no mudada
el día siguiente a la muerte de la carne.