No recuerdas el comienzo exacto de la historia, pero conservas la imagen de estar una tarde con un crecepelos en una mano y una esquizofrenia no diagnosticada en la otra, justo en el efímero instante antes de comenzar la ceremonia.
La peligrosidad te excitaba, se te eclipsaba la piel con sólo pensar en que las consecuencias de tu próximo acto eran tan imprevisibles como inabarcables. Con sentir que tu riego sanguíneo se detendría si se enredaba tu misión con algún diazepam olvidado.
Te disponías paranoicamente a llevar a cabo tus quehaceres diarios. Requisitos:
-Un recipiente de 100 ml.
-Un frasco de crecepelo caducado.
-Tres días despierto y sin medicación.
-Ambivalencia emocional y antecedentes de formicación en tus progenitores o hermanos.
-Pestañas inexistentes (ya hayan sido cortadas, quemadas, fumigadas o abortadas), pues si no rodean tu espacio facial y escalan puestos en la lista de espera de asfixia.
-Encontrarte en un entorno verde y desconocido, solo y sin apenas luz.
Tras los preparativos iniciales, dos horas de frenético viaje y un par de explicaciones que pronto caerían en el abismo del olvido, todo estaba en su punto de ebullición.
Los pasos eran sencillos: beber la cantidad de crecepelos que (sientes que) admitirá tu estómago para no desvanecerte de inmediato, quitarte la ropa, fundirte con el entorno y dar una rápida calada a una mini-dosis de salvia.
Según tu información, si el ritual duraba menos de veinte minutos y no dabas ni un paso en falso te verías rodeado de hormigas gigantes que disminuirían progresivamente su tamaño hasta solaparse con todas las venas de tu enfermo cuerpo. Al formar un sólo ser, mitad hombre mitad insecto, serías admitido en la madriguera del oso, donde te curarían de la casi segura indigestión y condecorarían con el porcentaje de inmortalidad que puede tener un frágil vaso de cristal: un mísero 5%.
Justo lo que pretendías, vivir deprisa y morir joven alucinando con hormigas.
Sin pestañas.
Y siendo un (in)sensato ser cambiante.