Como mi doppelgänger que eras, me dabas miedo dado la cantidad de tiempo que llevabas sin satisfacer tus deseos y sin sofocar tu inquietud devoradora para no volverte demente, y cambiarme a mí todos los patrones por quincuagésima vez.
Cuando me pedías demasiado, usaba palabras lentas, suaves, a veces inventadas, tratando de hipnotizarte acariciando tu desarraigada alma para que volvieras a tu cíclico y plácido sueño. Si lo tenía muy ensayado solía funcionar. Bueno, solía, aproximadamente el 50 % de las veces, un porcentaje de éxitos del que de momento me sentía bastante satisfecha. Aun así, era muy contraproducente, pues siempre acababa llegando tu segundo despertar, en el que venías fuera de sí debido a la brutal abstinencia.
Segundo despertar con acumulación, lo llamaba yo, el cual me dejaba tan devastada que debía obligar a mi mente a anestesiarse durante al menos dos interminables semanas. Catorce días en los que no era ni yo, ni humana, ni nada que se pareciera lo más mínimo a un ser pensante. Me reducía a un inútil cúmulo de huesos y músculos apoltronado en cualquier esquina de la casa; respirando silenciosamente y sintiendo imperceptiblemente.
Pasajero oscuro lo llaman algunos, otros Doppelgänger, desdoblamiento de la personalidad, despersonalización... Sólo son unos putos nombres que figuran en los infinitos diágnosticos que me han realizado. Eso no me importa nada, lo que necesito es no sentirme maltratada, atemorizada, encerrada en esas pestilentes jaulas, buscando constantemente cómo protegerme del monstruo que me autofecundó cuando era una simple e inocente niña que creía en la bondad humana. Sobre todo en la mía propia.